sábado, abril 26, 2008

EL "RISORGIMENTO" DEL GÉNERO POLÍTICO

El movimiento situacionista, que generó la revolución francesa de Mayo del 68, tuvo una gran repercusión en Italia e Iberoamérica. Fue el nuevo despertar del cine político promovido, entre otros directores, por Gillo Pontecorvo, Francesco Rosi y Fernando Solanas


Como bien denominó el especialista Julio Pérez Perucha, las rupturas del 68 fueron los años que conmovieron al cine. Aunque el género político nació con el Séptimo Arte -Méliès realizó en 1899 L'Affaire Dreyfus-, y Eisenstein y la escuela soviética consolidaron este cine en los años veinte, en Italia se dio un risorgimento gracias a Mayo del 68. El pionero Gillo Pontecorvo declararía en la siguiente década: "Nueve de cada diez de los cineastas italianos más serios militan en partidos de izquierda. Y la mayoría de los filmes que no son específicamente políticos contienen un reflejo de la realidad social italiana".
Tras el realismo crítico de los setenta, encabezado por los cineastas del Nuovo Cinema -Antonioni, Zurlini, Germi, Lizzani-, esta otra generación emparentada con Antonio Gramsci y el eurocomunismo acometió la realización de filmes políticos. Fue el renacimiento de un género que prácticamente acabaría con las llamadas nuevas olas de los años sesenta. Los principales autores y películas de este risorgimento -que se extendió desde Francia hasta Italia e Iberoamérica- fueron Elio Petri, con Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha (1970), dura crítica a los abusos del poder incontrolado, y La clase obrera va al paraíso (1972); Damiano Damiani, con Confesiones de un comisario (1971); y Francesco Rosi, con Il caso Mattei (1972) y Lucky Luciano (1973), que ofrecían un retrato del «compromiso histórico» entre democristianos y comunistas.
POLÉMICA.- De ahí que a finales de los setenta hubiera en Italia una polémica sobre el inicio de una crisis en el cine político. Florestano Vancini -famoso por El delito Matteotti (1973), que narraba el asesinato del secretario general de Partido Socialista por un grupo fascista- afirmó: "Cada filme que hacemos es el resultado de una batalla. La moda es el spaghetti-western, el género policíaco, el erótico. A nadie le llama un productor para hacer una película política. De los 150 filmes que se ruedan al año en Italia sólo algunos son realmente políticos".
Es evidente, pues, que el género político postMayo del 68 estaba amenazado en Europa. Y los directores «comprometidos» tuvieron que recurrir al capital de las majors de Hollywood, dispuestas a producir cintas italianas con la condición de que no supusieran una competencia para las norteamericanas. Por ejemplo, la superproducción de Bernardo Bertolucci, Novecento (1976) -criticada en Italia por su simplismo y maniqueísmo-, fue distribuida mundialmente por Paramount y United Artists. En 2003 evocaría el clima del Mayo francés con Soñadores.
Pero no hay que olvidar los otros intereses que se movían en el género político. Franco Brusati, un precursor del mismo, afirmaba que "La política hábilmente mezclada con escenas eróticas es una excelente receta para intimidar a los críticos sin disgustar a los espectadores". Así, en la Europa postMayo del 68, encontramos directores «contestatarios» que consiguen el equilibrio entre ideología y comercialidad. Entre ellos, aparte de los grandes pioneros franceses (Godard y el Grupo Dziga Vertov, Costa-Gavras), cabría citar de nuevo a Gillo Pontecorvo, con Queimada (1969), Liliana Cavani, con Galileo Galilei (1969) y Portero de noche (1974), o Giuliano Montaldo, con su magistral Sacco y Vanzetti (1971), obras con una carga denunciatoria y revolucionaria muy preparada para las masas y especialmente dirigidas al público joven, pero con una dosis novelada para la aceptación del gran público. Todo ello sin olvidar al veterano Luchino Visconti, con su emblemática La caída de los dioses (1969).
MILITANCIA.- En Iberomérica tuvo repercusión Mayo del 68. Se desarrolló en esos años un cine militante realizado por diversos grupos; el evolucionado Cinema Nôvo brasileño -"el cual operaba sobre una larga base unitaria nacional-popular contra el colonialismo cultural y el cine comercial", según el especialista Pio Baldelli-; las películas cubanas promovidas por Fidel Castro a través del ICAIC; los filmes «de liberación» argentinos, como La hora de los hornos (1968), de Fernando Solanas y Octavio Getino; o el cine de Jorge Sanjinés, autor de La sangre del cóndor (Yawar Mallku, 1969), prohibido por el Gobierno boliviano, pero luego recuperado por la presión popular. Este filme fue coreado por millares de personas que protestaban contra el colonialismo yanqui y escribían su título original en los muros de La Paz.


(Publicado en ABCD las Artes y las Letras, núm. 847, 26-IV-2008, p. 52)

jueves, abril 10, 2008

"Tribuna abierta": EN DEFENSA DEL CINE ESPAÑOL

El nuevo Gobierno ha de acabar con el doblaje de las películas extranjeras, y que el cine español se defienda con su propio idioma, sin subvenciones oficiales ni protecciones de ningún tipo. Por otra parte, bien lo sabemos, “quién paga, manda”


Los pasados días, la denostada cinematografía española ha gozado con la concesión de un Oscar a Javier Bardem, aunque fuera por la interpretación en una película norteamericana. Lo valoró muy bien el crítico E. Rodríguez Marchante. Pero el merecido triunfo de Bardem me ha sugerido un comentario crítico acerca del cine de nuestros amores y dolores...
Las últimas cifras oficiales del 2007 no son halagüeñas: hemos tenido 116,9 millones de espectadores, 4,7 millones menos que el año 2006. Con todo, la culpa se le atribuye a la creciente piratería: el nuevo público –especialmente joven– se “baja” las películas por Internet sin escrúpulo alguno. Y las salas cinematográficas están a punto de hacer un crack. “Sobran unas 1.500”, manifestó el empresario de los cinemas Verdi.
Según el Ministerio de Cultura, del 1 de enero al 31 de diciembre de 2007, los filmes españoles recaudaron 86,7 millones de euros, 11,6 menos que el año anterior; mientras que el cine extranjero recaudó 557 millones de euros, 19,2 menos que en el ejercicio del 2006, y el número de espectadores se redujo en 1,7 millones; al tiempo que los que acudieron a ver cine nacional fueron 15,7 millones, frente a los 18,7 del año anterior.
Aun así, entre las diez películas más taquilleras del 2007, la primera es una producción española: El orfanato, la multipremiada del debutante Juan Antonio Bayona, con 24,3 millones de euros y más de cuatro millones de espectadores a final de año; superando las terceras partes de Piratas del Caribe y Shrek. Tras estos primeros filmes con más de veinte millones, están nada menos que los nuevos Simpson, Spider-Man y Harry Potter. Y en el número 16, otra película española de terror: Rec, de Jaume Balagueró y Paco Plaza, con 7,7 millones de euros.

Sin embargo, dejemos unos datos estadísticos que evidencian la crisis del sector y vayamos a lo que es –en mi opinión– el verdadero mal de la cinematografía autóctona. Pienso que el inconveniente no está tanto en la clamada piratería, sino en un vicio que el cine español arrastra desde el primer franquismo: el doblaje de las películas extranjeras.

En España, para defender el idioma castellano y controlar ideológicamente el mensaje de los filmes, la Dictadura estableció una férrea censura y se “vendió” desde los años cuarenta al cine norteamericano, que “colonizó” las pantallas no sólo españolas sino de toda Europa a partir de la Primera Guerra Mundial.
En efecto, el doblaje es el mayor enemigo del cine español, junto a un público que tiene un concepto negativo sobre las películas autóctonas, a las que denomina desde los años veinte, en plena dictadura de Primo de Rivera, como “españoladas”. Y no es justo este término, porque nuestra endémica cinematografía ha dado al Séptimo Arte autores tan universales como Luis Buñuel, Carlos Saura, Luis G. Berlanga, Juan A. Bardem, Víctor Erice o Pedro Almodóvar, y películas tan importantes como Tristana, La caza, El verdugo, Muerte de un ciclista, El espíritu de la colmena o Volver, respectivamente, para no hacer exhaustiva la lista. Y artistas de prestigio internacional como Imperio Argentina, Fernando Rey, Fernán Gómez, Francisco Rabal... y ahora Javier Bardem.
Este diciembre pasado, antes de concluir su primera legislatura, el Gobierno socialista logró que el Parlamento aprobara la nueva Ley del Cine, después de un agrio debate en los diversos sectores de la industria –producción, distribución y exhibición– desde siempre enfrentados. Pero, al final, obtuvo un amplio consenso, destacando el apoyo a la producción independiente y la ayuda específica a las películas en los idiomas co-oficiales del Estado; en decir, las lenguas vernáculas. Asimismo, se reguló el papel de las televisiones como motor económico de nuestro cine autóctono. Pero sigue sin resolverse el problema principal: la desleal competencia de las multinacionales de Hollywood que ocupan las pantallas del país y dejan al cine comunitario europeo muy en inferioridad de condiciones.
¿Cómo luchar contra esta competencia? No autorizando el doblaje de películas extranjeras a la lengua castellana y tampoco a las vernáculas. Sólo los filmes españoles se escucharán en el idioma autóctono, como ocurre en la mayoría de las naciones de todo el mundo: desde Portugal a los diversos países de Latinoamérica. Allí nadie ve las películas dobladas, sino meramente subtituladas. ¿Por qué lo seguimos haciendo en España?
Ésa sería la mejor defensa del cine español contra la vieja colonización extranjera: que las películas se proyecten en versión original con subtítulos. En una época de globalización, cuando el idioma inglés impera en el mercado laboral y pronto los alumnos no podrán licenciarse sin el conocimiento de esta lengua, resulta insólito que todavía nos obstinemos en no leer el subtitulado, alegando que distrae la visión de las imágenes: hay que acostumbrarse a escuchar y ver, leyendo al mismo tiempo. Además, ¿qué nos parecería si a uno de nosotros nos doblaran la voz en una transmisión? Seguro que no nos reconoceríamos, pues psicológicamente la dicción propia es parte de la persona.
Ya sé que se opondrá el gremio de dobladores, grandes profesionales del cine español. Pero estos competentes trabajadores –bastante mal pagados y poco reconocidos– siempre tendrán las películas emitidas por televisión. Como excepción, podría permitirse el doblaje en las películas en su pase por las cadenas televisivas, una vez acabada su explotación comercial en las salas cinematográficas. Sería una forma progresiva de cambio de costumbres, sobre todo dirigida a la gente mayor.
No obstante, hay que ponerle el cascabel al gato, permítaseme esta poco académica expresión. ¿Hasta cuándo las subvenciones del Estado? Ese público que denosta al cine español está molesto porque del pago de sus impuestos se subvencionan las películas autóctonas. Y tiene razón. El erario público no debe pagar a ningún sector profesional; han de ser los profesionales quienes generen su propia financiación. Si hacemos Cultura –con mayúscula– a base de subvenciones, se resta la iniciativa privada. Ningún industrial vive de la subvención; ¿por qué entonces los cineastas?
Acaso, también como excepción y para proteger a los nuevos valores, cabría subvencionar las óperas primas, y promover jóvenes profesionales para la pantalla grande. Pero no más que a la primera película. Y la gente no se acostumbraría a vivir de la subvención, ni tampoco a utilizar otras triquiñuelas legales para obtener beneficios.
Por tanto, el nuevo Gobierno ha de acabar con el doblaje de las películas extranjeras, y que el cine español se defienda con su propio idioma, sin subvenciones oficiales ni protecciones de ningún tipo. Por otra parte, bien lo sabemos, “quién paga, manda”. Así no se harán películas –como ocurría antaño– al gusto de la Administración. Y, a la vez, se evitará el “amiguismo” de todo régimen autoritario, ya sea dictatorial o democrático, tan propio de la condición humana.
¿Qué se realizarán menos películas españolas sin dinero público? Pero posiblemente mejores. Hay talento en nuestro cine para hacerse un lugar en el sol; no necesita subsistir de la prebenda estatal o autonómica, sino del trabajo bien hecho.


(Publicado en ABC, Madrid, 10-IV-2008, pág. 57)