domingo, noviembre 20, 2005
DE LA TRANSICIÓN A LOS OSCAR
Un cine es su público. Y, pese a la llegada de la democracia y el reconocimiento internacional, el cine español sigue teniendo como asignaturas pendientes el favor de los espectadores y la potenciación de la industria
Con eate título, Spanish Cinema after Franco, el especialista británico John Hopewell publicó en 1989 (ed. inglesa, 1986) la primera visión de la cinematografía española tras la muerte de Franco. Y después le seguimos otros historiadores de estas latitudes.
Siempre he afirmado que la desaparición del dictador fue el único cambio sustancial que tuvo el cine español, al menos durante la transición democrática. Una vez liquidada la censura (Real Decreto 11 de noviembre 1977), las películas autóctonas se hicieron más explícitas en torno a temas políticos y sexuales, los cuales habían sido cuidadosamente “vigilados” por el régimen de Franco. Aun así, tuvo que superarse la crisis del golpe de Estado de 1981 para que la prohibida cinta de Pilar Miró, El crimen de Cuenca (1979), fuera autorizada por el Gobierno español.
Por tanto, el cine de la transición política –como ocurrió luego durante la larga época socialista– siguió igual que el heredado del tardofranquismo; es decir, sin infraestructura industrial y con poca capacidad exportadora o de difusión en el mercado exterior.
FALTA DE CONEXIÓN.- Con todo, se pueden observar ciertas líneas comunes en tres aspectos del cine español de la Transición. Respecto a sus intenciones, en cuanto a voluntad de expresión, se advirtió claramente un deseo de revisar y desmitificar la Dictadura franquista; pero su crítica no se limitaba al mero aspecto político, sino que se extendía a la religión, la moral, las costumbres, la familia... u otras instituciones, que aparecieron como estructuras ligadas a un tiempo pasado y ya superado. La actitud de estos directores estuvo alentada también por la moda –que ellos mismos contribuyeron a crear o mantener– y acentuada por el hecho de poder decir cosas antes prohibidas. En el aspecto estético, la mayoría acusaría cierto desequilibrio fílmico por incoherencia entre lo que quería decir y cómo lo decía, la forma de contarlo; mientras que la madurez creadora de otros resultó a veces pretenciosa o se empañaba con fáciles concesiones eróticas o violentas de claro signo comercial, restándole calidad artística. Y junto a esa falta de coherencia estético-expresiva, la dificultad de comunicación entre cineastas y espectadores se complicaría con un exceso de símbolos y claves críticas, que a veces se agravaba por una cerrazón ideológica agobiante. De ahí que el público no respondiera la mayoría de las veces y, cuando lo hacía, se inclinaba por los filmes de más bajo nivel intelectual aderezados con los reclamos al uso.
No obstante, el cine español después de Franco reflejó, en mayor o menor medida, el cambio de costumbres o de mentalidades populares que se iba produciendo en nuestra sociedad. De ahí que pronto se viera impulsado a aumentar la producción. Durante los años 1981 y 1982, la cifra de largometrajes españoles y coproducidos con otros países alcanzó su punto más álgido: 137 y 146 películas, respectivamente. Pero en los años siguientes se inició un descenso alarmante: 1983, 99 filmes; 1984, 75; 1985, 80; y 1986, sólo 60. Eran los cuatro primeros años del Gobierno del PSOE. Y había sido llamada a la Dirección General de Cinematografía la antes censurada Pilar Miró, quien promulgó una Ley de Protección del Cine español (28 diciembre 1983), para renovar la cinematografía autóctona.
PRIMEROS OSCAR.- Así, la época socialista –que en otro lugar califiqué con el término de desencanto– se inició con la entrada de España en la CEE, y un reconocimiento internacional de nuestro cine “heredado” del final de la transición. Pues mientras Carlos Saura realizó con Antonio Gades una trilogía-ballet (Bodas de sangre, Carmen y El amor brujo) y el maestro Berlanga insistía con sátiras de fácil efecto comercial, triunfó artísticamente el más joven José Luis Garci, quien –tras su thriller El crack (1981), con Alfredo Landa como protagonista– dio a luz un notable melodrama que se llevó el Oscar de Hollywood a la mejor película extranjera: Volver a empezar (1982), producida en el período de UCD. Con este film, el cine español ganaba por primera vez en su historia el más preciado galardón. Diez años después llegaría un nuevo Oscar para Fernando Trueba, con Belle époque (1992).
Finalmente, durante la larga etapa del Partido Popular, se daría el triunfo de Pedro Almodóvar –también ganador de Oscars de Hollywood: Todo sobre mi madre (1999) y Hable con ella (2001)– y se desarrollaría un movimiento que vengo denominando Joven Cine español, con los vascos Julio Medem y Juanma Bajo Ulloa como pioneros, y los cineastas de Madrid Fernando León de Aranoa (Princesas), Iciar Bollain (Te doy mis ojos), David Trueba (Soldados de Salamina) y Gracia Querejeta (Héctor), como cabezas de fila; junto a realizadores de Barcelona como Isabel Coixet (La vida secreta de las palabras), Jaume Balagueró (Frágiles) y Rosa Vergés (Iris), entre otras firmas reconocidas.
Han tenido que pasar treinta años para que el cine español levantara la cabeza y empezara a contar en el concierto mundial.
(Publicado en ABCD las Artes y las Letras, 19-XI-2005).
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