domingo, agosto 21, 2011

SESIÓN DE TARDE CON FRANCO


Nuevas revelaciones confirman la pasión cinéfila del dictador - Vio más de 2.000 películas en pases privados en El Pardo, entre ellas algunas censuradas



Por CARLES GELI



"Programa de Cinematógrafo que se proyectará ante Sus Excelencias el día 6 de enero de 1946. Noticiario español número 157-B. Imágenes número 53. Descanso. El sargento inmortal. Interpretado por Henry Fonda y Maureen O'Hara. Director: Jhon (sic) Stahl. Producción y distribución: FOX". Con esta pompa se anunció en el palacio de El Pardo la primera sesión de cine documentada de la que hay noticia. La costumbre, que se repetiría varias veces a la semana hasta la muerte del caudillo, ilustra hasta el detalle la secuencia de la que fue una de sus grandes pasiones: el cine.

El catedrático de Historia Contemporánea y Cine Josep Maria Caparrós Lera iba a la caza de indicios que demostrasen la supuesta faceta de Francisco Franco como crítico de cine (bajo seudónimo) en una revista militar cuando se topó con el día a día del cine en El Pardo.

En los archivos de la residencia del dictador, Caparrós se encontró con un fascinante material de estudio que confirma la leyenda urbana sobre la pasión cinéfila del dictador: 2.094 programas de cine correspondientes a otros tantos largometrajes que el dictador, en compañía de su esposa, familiares y amigos selectos, fue visionando en privado a lo largo de las tres últimas décadas de su vida. "Un pozo sin fondo, que nos dirá mucho sobre los gustos y costumbres del Franco cinéfilo", explica este miembro del Centre d'Investigacions Film-Història de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona.

El archivo de visionados no arranca hasta el 6 de enero de 1946. El balance de películas proyectadas arroja una media de dos a la semana. Los domingos era día fijo de sesión. Y agosto, el único mes que queda siempre limpio en esos 31 años de cine doméstico.

El ritual, como se ve, era serio y fiel a los cánones de la exhibición del momento. Franco había habilitado el teatro de los Reyes de El Pardo para las proyecciones, que se hacían siempre por la tarde y empezaban con el inefable Noticiario español, un NO-DO que Caparrós tiene pendiente revisar. "Es muy posible que le pasaran sobre todo aquellos en los que él aparecía". Tampoco sería muy difícil: la presencia del dictador en el tristemente ideologizado informativo se ha cuantificado en 1.376 veces, es decir, en un 34,2% de los programas producidos.

El noticiario podía ir acompañado -o ser sustituido en algunas sesiones- por una entrega de Imágenes, aquellos grandes reportajes monográficos producidos por el No-Do. En ocasiones podían proyectarse cuatro, como el 11 de enero de 1950: En estos años de paz; Veraneo 1947; Montería en El Pardo y Pesca deportiva del salmón. Su final marcaba el obligado descanso antes de proyectar el filme. "¡Eso quiere decir qué pasaba más de media tarde dos días a la semana dedicado al cine!", exclama sorprendido Caparrós.

Tan sorprendente resulta el primer análisis de la calidad de los filmes de un programa que, en su opinión, confeccionaban su amigo, el productor Cesáreo González (Suevia Films), y su misma esposa, Carmen Polo. "Para Franco el cine era un hobby, una manera de pasar el rato, y eso explica que la mayor parte de lo que vio fuera de género, comercial, con mucha comedia, pocos musicales y bastantes western y filmes de aventuras. A falta de un estudio en mayor profundidad, es posible establecer algunos porcentajes: unas tres cuartas partes (1.500) son producciones extranjeras -"casi todas de Hollywood; hay muy poco cine europeo y no he visto ninguna rusa"-, y apenas unas 500 son españolas. Entre ellas, mucho James Bond (Desde Rusia con amor incluida), Los Diez Mandamientos; Ben-Hur; El Padrino y Cabaret. Solo hay tres de Hitchcock.

Todo lo veía doblado al español, y las películas de culto que consumió en todos esos años se pueden contar con las dos manos: El manantial de la doncella, de Bergman; Las noches de Cabiria, de Fellini; El mensajero, de Joseph Losey; El Gatopardo y Luis II de Baviera, de Visconti, y Rashomon, de Kurosawa.

En muy menor medida, también se exhibieron, porque así consta en el estado de los cartoncillos de los programas, películas sin censurar. Apenas un 0,5%. Nueve en total: No hay tiempo para amar (Mitchell Leisen) y Loquilandia (H. C. Potter), ambas vistas en 1946; Alma en suplicio (Michael Curtiz, 1948); Carrusel napolitano (Ettore Giannini) y Ulises (Mario Camerini), las dos exhibidas en 1954; Fedra (Manuel Mur Oti, 1956); Feliz año, amor mío (Tulio Demicheli, 1958); Labios sellados (Karl Malden, 1959), y, cómo no, El Cid (Anthony Mann, 1961). En los tarjetones de los años setenta aparecen clasificadas con las categorías del momento: "Tolerada", "18 años...". Como mínimo, Caparrós ha encontrado una en la lista que estaba prohibida entonces: Cristóbal Colón, con Fredric March, que se exhibió en El Pardo en 1950. Con cinco años de retraso con relación a su estreno internacional, el 12 de enero de 1947, se pasaba Casablanca, a pesar de las referencias a la Guerra Civil española... Con los años, se aventura el investigador, "las películas eran más fuertes". "Están las del comunista Juan Antonio Bardem como Muerte de un ciclista, Calle Mayor y Cómicos, y también otras bastante polémicas, como Furia española, Pepita Jiménez...".

Los filmes llegaban a El Pardo enviados por las propias distribuidoras. "Facilitada por deseo expreso de Walt Disney para ser proyectada a SS EE", se lee en la tarjeta de la sesión del 26 de enero de 1952, la del filme La Cenicienta. Los dibujos animados del creador norteamericano eran cita obligada en las sesiones especiales que el caudillo montaba cercana la efeméride de su nieta María del Carmen, hija de los marqueses de Villaverde, como la que realizó el 26 de febrero de 1955, con siete películas de animación, entre las que estaban las aventuras de Tom y Jerry. El interés por el género del caudillo era muy grande. Como podría demostrar un comentario de Orson Welles -quien en una ocasión aseguró haber visto alguna-, Franco habría realizado películas domésticas de dibujos animados.

Otra sesión muy especial fue la del 3 de diciembre de 1950, donde el No-Do presentaba, por un lado, Marcha nupcial (Boda de la hija de S. E. el jefe de Estado) y, por otro, Viaje a Italia. Realizado por la Excma. Señora doña Carmen Polo de Franco, demostrando que la esposa también tenía veleidades cinematográficas. Amén de las correspondientes imágenes caseras, tras el descanso ese día se proyectaba La máscara de los Borgia, de Leisen, con Paulette Goddard.

De la logística de llevar y devolver las bobinas se encargaba personal del No-Do, de donde provenían también los operadores de la cabina, "que nunca fueron más de tres: Carlos Suárez, Antonio Ravenga (ambos fallecidos) y Jorge Palacio, aún vivo, pero muy mayor", contextualiza Caparrós. En cualquier caso, el estudioso es consciente de que Franco también debía mirar, solo, filmes delicados. Lo hace sospechar que entre los 2.094 largometrajes estén dos de Berlanga: ¡Bienvenido Mister Marshall! (este, sin estrenar, lo vio el 10 de febrero de 1952) y Calabuig. No aparece, sin embargo, El verdugo, que "consta que vio y le molestó sobremanera". Algo parecido sucedió con Viridiana, de Buñuel.

Es 1954 fue cuando la familia Franco vio más películas, 79, según el cuadro que ha confeccionado ya Caparrós y en el que se detecta un paulatino bajón en el número de proyecciones a partir de la década de los sesenta, que atribuye al impacto de la televisión. Aun así, en 1975, el año de la muerte de Franco, en El Pardo se proyectan 44. En la última sesión, del 26 de octubre, a menos de un mes de su fallecimiento, el documental ("en color") es Pasaporte para la paz, y el filme, El veredicto, de André Cayatte, con Sofhia Loren y Jean Gabin. ¿Un guiño de película?



(Publicado en El País, 21-VIII-2011, pp. 45-47)

lunes, agosto 08, 2011

CLINT EASTWOOD, EL ÚLTIMO CLÁSICO DE HOLLYWOOD, UN CINEASTA ACTUAL





De actor de primera fila, Eastwood ha pasado a ser reconocido como uno de los directores de cine más importantes del momento, ofreciendo en plena madurez verdaderas obras maestras. Su filmografía, más allá del impacto comercial y con algunas excepciones, explora una amplia temática que no obvia la referencia a las cuestiones morales y trascendentes




El hecho de haber sido una estrella durante muchos años tiene
una gran ventaja para mí como director: no sentir la necesidad de estar
ante la cámara, de que el público me aprecie.

(Clint EASTWOOD, 2000)

Eastwood significa una gran esperanza para nosotros, los directores más jóvenes, porque ha hecho sus mejores películas tras cumplir los setenta años.

(Steven SPIELBERG, 2006)






El pasado 31 de mayo, Clint Eastwood cumplió 81 años. Nacido en San Francisco (1930), es el último clásico de Hollywood. Y, junto con el maestro Manoel de Oliveira (102 años), es uno de los cineastas más veteranos del Séptimo Arte.


Como el portugués Oliveira, quien acaba de estrenar la magistral El extraño caso de Angélica y que en sus postreros años ha realizado las mejores películas, Eastwood ha dado a luz en este nuevo milenio algunos de los grandes filmes de su dilatada carrera. Al mismo tiempo, este maestro norteamericano sigue siendo un cineasta actual. Pero repasemos antes su trayectoria artística.

Clinton Eastwood Jr. tiene sangre británica en sus venas: su padre era de procedencia escocesa; su madre, irlandesa. De familia modesta y religión protestante, sufrió la Depresión de los años 30, ejerciendo los mil y un oficios antes de encaminarse a la Meca del Cine. Eastwood comenzaría a trabajar en papeles menores con la Universal, hasta destacar en la serie televisiva Rawhide (1958-64), donde su apuesta figura (1,93 metros) se hizo popular. Sin embargo, no llegó al estrellato mundial hasta que emigró a Europa y protagonizó una trilogía paradigmática a las órdenes de Sergio Leone: los spaghetti-westerns rodados en Italia y España, Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966), con la inolvidable melodía de Ennio Morricone.

Su papel de mercenario impasible y exterminador le dieron fama entre el gran público. De ahí que al regresar a Estados Unidos fundara su propia compañía: Malpaso Productions, con la cual también ofreció oportunidades a cineastas jóvenes (por ejemplo, Michael Cimino). No obstante, hasta que formó tándem con Donald Siegel, Clint Eastwood no alcanzó el reconocimiento internacional, con thrillers de la categoría de La jungla humana (1968), Harry el sucio (1971) y Fuga de Alcatraz (1979), junto a parodias western como Dos mulas y una mujer (1970), con Shirley MacLaine como antagonista. Sería Don Siegel quien le ayudó a modelar su célebre personaje –el “duro” inspector de policía Harry Callahan tuvo dos secuelas, Harry el fuerte (1973) y Harry el ejecutor (1976)–, que, en palabras del especialista Michael Henry, es “un individualista total, incluso bajo el uniforme de la ley y el orden, Eastwood revela por su violencia los impulsos de un ‘sistema’ tan hipócrita como podrido”.

De ideas conservadoras y acusado de neofascista en aquellos primeros años por su defensa a ultranza del American Way of Life y de los valores patrióticos estadounidenses –con la utilización enfática de la bandera–, así como por su anticomunismo explícito (Firefox, 1982), Clint Eastwood continuaría impertérrito su carrera profesional. Y el año 1971 debuta como director con un thriller muy original: Escalofrío en la noche, producido por Malpaso, al que siguió un western crepuscular: Infierno de cobardes (1973), barroca parábola sobre el poder no exenta de violencia. Estilo creador que tendría su culmen en la década siguiente, con El jinete pálido (1985), revisitación de un clásico de George Stevens, Raíces profundas (Shine, 1953), con reconocimientos a Sergio Leone, que produjo, realizó e interpretó con suma brillantez. De esa época es también su homenaje al músico de jazz Charlie Parker, que encarnó Forest Whitaker en Bird (1988); y su evocación del rodaje de La reina de África (1952), de John Huston, en Cazador blanco, corazón negro (1990). Pero en esos años, el hoy desaparecido maestro Orson Welles, declararía sobre su colega estadounidense: “Creo que Clint Eastwood actualmente es el director más menospreciado del mundo. Es tan sumamente auténtico en su rol de héroe/divo misterioso que no le toman en serio como director. Ante él, me quito el sombrero” (Orson Welles, 1982).

Con una filmografía muy extensa y algunas obras menores, que con todo consolidaron su presencia “física” entre sus numerosos fans, a pesar de su imagen algo estereotipada y decadente, en la década de los noventa Eastwood sorprendió con películas discutibles pero muy sólidas como realizador y actor: Sin perdón (1992), que intentó recuperar el género western homenajeando otra vez a Leone y a su maestro Donald Siegel y con la cual consiguió el primer Oscar de su carrera; Un mundo perfecto (1993), con Kevin Costner como coprotagonista; En la línea de fuego (1994), con John Malkovich como antagonista; la romántica Los puentes de Madison (1995), con Meryl Streep como partenaire... o los nuevos thrillers, por no seguir más, Poder absoluto (1997), para el que compondría la música, Ejecución inminente (1999), Deuda de sangre (2002) y Mystic River (2003), donde acomete el trágico tema de la pederastia, indaga en la inocencia perdida y bucea con crudeza sobre la gangrena de la violencia en la sociedad norteamericana, con la ambigüedad y el fatalismo que asimismo le caracterizan como autor. Protagonizada por Sean Penn y Tim Robbins, ambos ganarían los Oscar de interpretación.

En esa nueva época, Clint Eastwood tomaría partido por los soñadores –ya lo vimos mucho antes en sus cintas de espionaje (las comerciales El fuera de la ley y Ruta suicida), por aquellos “perdedores y marginados que huyen con la imaginación del fracaso de todos los valores” (Michael Henry, 1986), es decir, muestra el desengaño del American Dream.

Por tanto, será entre ese año 2003 y el 2010 –era ya septuagenario–, cuando Eastwood dirigir obras maestras como la citada Mystic River, ahora sólo detrás de la cámara, y Million Dollar Baby (2004), con la que ganó el segundo Oscar de Hollywood como director. Este filme hay que contemplarlo como una pieza artística de categoría, un clásico perfectamente realizado en sobrias imágenes, que juega con el corazón, el coraje y la experiencia que da la madurez, el cual dirige, interpreta y escribe nuevamente la partitura musical. Basado en un relato de F. X. Toole y con un milimetrado guión de Paul Haggis (Crash), Clint Eastwood vuelve a indagar en las heridas humanas y su persistencia con el tono atormentado y pesimista que también le singulariza: seres errantes, con amores no correspondidos, luchadores encadenados a un destino fatal, aspirantes a una vida mejor y siempre losers (“los ganadores están simplemente deseando hacer lo que los perdedores no hacen”, dice en el filme). Se trata de una amarga cosmovisión, donde encajan las heridas de los protagonistas, ésas que –como dirá asimismo Scrap (Morgan Freeman)– “nunca llegan a cerrar”: la ausencia del cónyuge en Frankie, que encarna el propio Eastwood (¿abandono o viudedad?, sólo sabemos que sigue rezando por su mujer); el olvido deliberado de su hija –(“¡cómo pesan los cientos de cartas devueltas, que nunca serán leídas!”); el casi irracional, escéptico y contradictorio refugio en el catolicismo como único asidero, plasmado en las conversaciones con el párroco (23 años asistiendo a misa); o el triste pasado que sufre la boxeadora Maggie (la “oscarizada” Hilary Swank), con el egoísmo y mezquindad de su familia. En fin, un panorama desolador del que esta pareja de solitarios mendigos de amor se rescatará mutuamente, siendo él el padre que ella hubiera deseado; y ella la hija que él añora. Destaca también en la película la amistad entre Scrap y Frankie, dos hombres que se quieren y se comprenden con solo una mirada. El tema de la eutanasia, que se plantea en el último tercio del relato, no cae aquí en la apología: Clint Eastwood pone las cartas boca arriba y nos plantea la situación con toda su crudeza, mostrando las consecuencias morales de su decisión, el dolor y la culpa que se desprende de ese condenable acto, así como la situación angustiosa y desesperada que puede llevar a tomar tal decisión, pero nunca intenta justificarla. Es más, en las entrevistas por la polémica generada, Eastwood se manifestó contrario a la eutanasia.

Seguidamente, este veterano maestro daría a luz una nueva lección de cine: su gran díptico bélico Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima (2006), que sin duda figurará entre las mejores películas del género. En el presente período, Clint Eastwood ya había evolucionado ideológicamente –hoy es un liberal estadounidense– y como exalcalde de Carmel (California), con estas dos grandes películas sobre la histórica batalla de Iwo Jima (acaecida en febrero-marzo de 1945) critica la política belicista del entonces presidente Bush. Aunque algunos entendidos han considerado superior artísticamente la visión japonesa del evento, personalmente me parece de mayor calado la primera parte. En Banderas de nuestros padres, Eastwood brinda una puesta en escena próxima a Salvar al soldado Ryan (1998), casi homenajeando a su productor, Steven Spielberg, pero sin incidir tanto en las escenas bélicas. Arranca con la famosa foto de Rosenthal, colocando en la bandera en la colina, y muestra como ese Premio Pulitzer del fotoperiodismo fue manipulado y utilizado en una operación de marketing para vender bonos de guerra y levantar el ánimo de los estadounidenses durante la segunda conflagración; un pueblo que tenía que sufragar los gastos bélicos y un gobierno que debía justificar sus héroes muertos (entre heridos y desaparecidos, 25 mil), que concluiría con la resistencia fascista del Frente del Pacífico, precisamente con las dos bombas atómicas que pusieron fin a la II Guerra Mundial.

En la segunda parte, Letters from Iwo Jima, en cambio, se explica la batalla desde la perspectiva japonesa: el Imperio nipón perdió en ese enfrentamiento 22 mil hombres, sólo sobrevivieron 216. Perfectamente fotografiada, casi en blanco y negro, con planos apagados para ofrecer las explosiones y el fuego impactante en todo su colorido, Clint Eastwood parece más abierto aquí a la esperanza del futuro, con esta revisión y evocación crítica del pasado. Y vuelve a interrogarse sobre temas muy presentes en la opinión pública: ¿Está justificada la guerra? ¿Nos hace mejores la confrontación bélica y la violencia?

Con todo, todavía más perfecta resulta El intercambio (2008), una de las obras mayores del maestro norteamericano. Basada en otra historia verdadera (un suceso acaecido en Los Ángeles a finales de los años 20 y mitad de los treinta), combina el melodrama criminal con el cine de acción judicial, la intriga policíaca con adecuadas dosis de suspense dentro de la mejor narrativa clásica, heredada de sus maestros John Ford y Howard Hawks.

Magistralmente interpretada por Angelina Jolie –Eastwood vuelve a estar sólo detrás de la cámara y cuida la composición musical–, ofrece un agudo estudio de mentalidades y de la misma sociedad estadounidense, al tiempo que toca problemas como la lucha individual, la corrupción de los organismos de poder, el abuso de menores, la demencia y la pena de muerte, por otra parte constantes de su cine. Sin caer en el efectismo emocional de otras películas ni el la ambigüedad moral que le singulariza, opta por una puesta en escena clásica, academicista, perfecta formalmente, logra una intensa atmósfera dramática y una espléndida recreación histórica de ese período retro, a la vez que pone de manifiesto toda la crisis de valores sociales y morales (es importante aquí el personaje que interpreta John Malkovich), paralela a la Gran Depresión económica que ocasionó el crack del 29.

Aun así, el mismo año 2008 Clint Eastwood anunció su despedida como actor. Y dirigió e interpretó por última vez otro filme significativo: Gran Torino. No tan redonda como la anterior, esta película es una revisión crítica –o autocrítica, mejor– de su popular personaje: Eastwood parece ajustar cuentas con el pasado de su biografía cinematográfica a través de este relato de perdedores, que precisamente ha sido su filme más taquillero, debido a su valentía y franqueza en tocar temas de gran hondura humana y existencial. Su nuevo fresco sociopsicológico y moral, a modo de parábola, trata de la identidad de los individuos, de los grupos y de los pueblos, por medio de la tragedia del protagonista, el inmigrante polaco Walt Kowalski –otra vez un católico descreído–, obrero jubilado y viudo, que se refugia en el pasado histórico (ahora la Guerra de Corea, 1950-53) y no comprende el cambio multicultural de su barrio de Detroit, invadido en este milenio por orientales, latinos y afroamericanos. Acaso su personaje evoca cómo hubiera sido el 'duro' Harry Callahan de viejo, y hace examen de conciencia, se inmola y pide disculpas también al espectador. Dos años antes de realizar este filme, el propio Eastwood manifestaría: “No estoy haciendo penitencia por todos los personajes de películas de acción que he interpretado hasta ahora. Pero he llegado a una etapa de mi vida, hemos llegado a una etapa de nuestra historia, en la que creo que la violencia no debería ser una fuente de humor o entretenimiento.” (Clint Eastwood, 2006).

Gran Torino trata, con enorme realismo y cierta crudeza no exenta de sentido del humor, temas tan trascendentes como la redención y la necesidad de perdón, el choque cultural y el cambio de costumbres, las relaciones familiares dificultosas, la violencia de las pandillas o bandas de inmigrantes. Todo ello a través de un análisis de mentalidades muy bien dibujadas –también en personajes secundarios–, con un ritmo ágil pero no trepidante, para que el espectador viva y se integre en la historia; una historia que tiene visos de universalidad. Pero el maestro Eastwood también se redime con respecto a su antigua actitud sobre el gobierno de su país: cuando se confiesa al final, sólo se acusa de infidelidad a su esposa, de no haber sabido educar a sus hijos y engañado una vez al fisco. Pero no se acusa de haber matado en la guerra, porque fue el Pentágono quien le mandó ir a combatir en Corea.

A esta película testamentaria le seguiría el biopic sobre Nelson Mandela, Invictus (2009), de nuevo Morgan Freeman como el líder anti-apartheid, y la también trascendente Más allá de la vida (2010), con Matt Damon como protagonista, que apunta tímidamente la existencia del Más allá.

En definitiva, este gran actor, director y productor, además de compositor, está dando en plena madurez una lección del mejor cine. Clint Eastwood es, sin duda, un self-made man, que no sólo sigue en forma como autor, sino que con sus películas ofrece un profundo estudio de mentalidades y retrata con creces la sociedad estadounidense de ayer y hoy. Por eso, a los 81 años y con 73 películas en su haber, es un cineasta totalmente actual.








(Publicado en Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, núm. 134, 2011, pp. 175-184)