miércoles, enero 27, 2010

ADIÓS A ÉRIC ROHMER, EL CEREBRO GRIS DE LA "NOUVELLE VAGUE"

El pasado 11 de enero falleció en París, cuando iba a cumplir 90 años, uno de los grandes maestros del cine europeo. He aquí mi breve semblanza crítica



Éric Rohmer fue un gran cineasta contracorriente. Estaba reconocido como uno de los autores más insólitos del cine contemporáneo. Nacido en Nancy (1920), fue el “ideólogo” de la Nouvelle Vague; como me comentó personalmente el pionero François Truffaut, el “cerebro gris” de la Nueva Ola gala. Doctor en Letras, se dio a conocer como crítico en La Revue du cinéma, Les Temps Modernes, Arts y fue redactor-jefe de la famosa Cahiers du Cinéma desde 1957 a 1963.

Discípulo de André Bazin y de formación católica como su maestro, sus artículos teóricos fueron muy celebrados y algunos de ellos ya figuran en la antología de la crítica especializada mundial. Entre los trabajos más recordados y polémicos, destaca su ensayo sobre Alfred Hitchcock escrito con Claude Chabrol (1957). Profesor universitario, publicó su tesis doctoral sobre L’Organisation de l’espace dans le “Faust” de F. W. Murnau (1977). Asimismo, ha sido director escénico, autor de la pieza teatral Trío en Mi Bemol (1991) y guionista de todas sus películas.

Rohmer era, ante todo, un escritor fílmico, de imágenes en movimiento: “Quería escribir y no encontré mi estilo. Por ello me he expresado con una cámara”, dijo. Tanto es así que en esos primeros años realiza numerosos cortos en 16 y 35 mm, algunos formando parte de series televisivas, y el largometraje comercial Le signe du lion, producido por su colega Chabrol, filmes que le destacarían como autor y preludian la Nueva Ola francesa.

Sin embargo, su verdadera fama internacional como creador cinematográfico llegaría con la realización de un singular proyecto: sus “seis cuentos morales”, original intento de recrear el espíritu de los moralistas galos del siglo XIX, pero con total libertad estético-expresiva. En todos estos contes moraux hay un mismo tipo de hombre, en la misma situación. Enamorado, prometido, casado, se deja seducir, pero, en el último momento, se niega. Así, los dos primeros –el corto Le boulangère de Monceau (1962) y el mediometraje La carrière de Suzanne– evidenciaron una compleja dialéctica y un estilo muy personal que, con todo, denotaba cierta influencia de Robert Bresson. Después realizaría la amoral La coleccionista (1966), donde sus personajes correspondían a seres reales, los cuales eran “seres cinematográficos” que, incluso, colaboraron en la redacción del guión. En el siguiente “cuento moral”, el célebre Ma nuit chez Maud (1969), consolidó su estilo, cuya escritura en imágenes provocaría una polémica teórica con Pier Paolo Pasolini acerca del lenguaje: cine-poesía contra cine-verdad.

La estética de Éric Rohmer es poética, muy explícita y enormemente sencilla, desnuda y rica en matices. La simplicidad de sus originales relatos descansan en una construcción rigurosa sobre cierta unidad de lugar, aunque sin salirse de la realidad para él cotidiana, como manifestaría: “Estoy muy apegado a la verdad del detalle, al realismo del comportamiento”. Preocupado, pues, por captar la vida corriente con espontaneidad pero sin demasiada improvisación, se servía de actores jóvenes (de teatro) desconocidos, para aportar mayor frescura. Con una postura muy intelectual, su obra se presenta casi sin concesiones, ausente de tópicos y efectismos y con unos diálogos austeros –desprovistos de fondo musical– que convienen en un singular ascetismo creador.

Defensor de la libertad interior de sus personajes, afirmaba que tales “no son puros seres estéticos; poseen una realidad moral que interesa tanto como la realidad física”. De ahí su empeño por ir más allá de las apariencias. “Me gusta –dijo también– que el hombre sea libre y responsable. En la mayoría de los filmes es prisionero de las circunstancias, de la sociedad. No se le ve en el ejercicio de su libertad”. Pero dentro de esta valiosa actitud, se echa de menos un hálito de espiritualidad: los “héroes” cotidianos de Rohmer apenas trascienden el nivel humano, luchan contra las modas reinantes, pero difícilmente aportan valores perennes. Por otra parte, las ideas y posturas íntimas de sus personajes quedan un tanto en tela de juicio: no son alabadas ni criticadas, sino meramente expuestas, como se aprecia en Le genou de Claire (1970) y L’amour l’après-midi (1972), los filmes que cerraron esa primera serie.

Sus famosos “cuentos morales” (1962-1972), tras un paréntesis en que realizó su magistrales La marquise d’O y Perceval le Gallois, fueron continuados con una nueva serie titulada “Comedias y proverbios” (1980-1987), centrada en la figura femenina joven de la Francia contemporánea. Está compuesta por otros seis títulos: La mujer del aviador, La buena boda, Pauline en la playa, Las noches de luna llena, El rayo verde y El amigo de mi amiga, donde depuraría su estilo, pero incurriendo en un exhibicionismo erótico y amoralidad mayores. Estos y aquellos serían narrados a modo de fábulas fílmico-literarias más adecuadas para iniciados. Pero mientras los six contes moraux resultaron un tanto ambiguos en su moraleja y estaban rodeados de un hálito de misterio que el realizador galo no quería desvelar, sus comédies et proverbes planteaban cuestiones sobre la sustitución de una moral por un sistema de normas sociales, y parecía aceptar la modernidad sin apenas referencias éticas y religiosas.

A finales del siglo XX, este gran cineasta con vocación de etnólogo iniciaría su última serie como autor: “Cuentos de las cuatro estaciones” (1989-1998): Cuento de primavera, Cuento de invierno, Cuento de verano y Cuento de otoño, donde vuelve a demostrar su maestría creadora y apunta cierta búsqueda religioso-espiritual (desde Platón a Pascal, otra vez). Obviamente, en todas sus películas se aprecia un agudo retrato de ciertas mentalidades pequeñoburguesas y de jóvenes intelectuales franceses contemporáneos. Cerró su carrera con tres películas minimalistas: La inglesa y el Duque (2001), visión revisionista de la Revolución Francesa, Triple agente (2004), ambientada en los años del Frente Popular, y El romance de Astrea y Celadón (2006), que comentamos más abajo con motivo del estreno en España.

Por eso su importante obra, como testimonio histórico que también es –se estuviera o no de acuerdo con su fondo–, despertaría no sólo admiración, sino casi tantos detractores como seguidores. Sin duda, entre estos últimos me encuentro. Porque Éric Rohmer, guste o no su cine, ha sido un maestro del Séptimo Arte.

miércoles, enero 20, 2010

"LOS CONDENADOS" Y "PETIT INDI", DOS NUEVAS PELÍCULAS CATALANAS DE VANGUARDIA


Sendos filmes de cineastas autóctonos son candidatos al Premio “Gaudí”
de la Academia del Cinema Català. Los comentamos a continuación

LOS CONDENADOS, de Isaki Lacuesta

Martín, un antiguo militante latinoamericano –que lleva más de treinta años exiliado en España– recibe la llamada de su ex camarada Raúl, quien le pide ayuda para localizar los restos de Ezequiel, un compañero de lucha armada, asesinado en la selva tras una refriega con los militares. En esa excavación clandestina, se reunirán Andrea, la viuda del desaparecido, su anciana madre y otra compañera de cautiverio, con su hijo. Sólo una persona se ha negado a acompañarles en la búsqueda: Silvia, la hija de Ezequiel y Andrea.

Primera incursión en el cine argumental del vanguardista Isaki Lacuesta (Girona, 1975), ya reconocido por sus películas de no ficción Cravan vs. Cravan (2002) y La leyenda del tiempo (2006). Lacuesta es, ante todo, un documentalista, que ensaya con el arte cinematográfico desde ese híbrido que se ha transformado últimamente el género. Ahora, en pleno auge de la Memoria Histórica y de la recuperación de las fosas comunes de ejecutados por ideas políticas, Isaki Lacuesta acomete una reflexión crítica sobre la legitimidad de la violencia, las contradicciones de la lucha armada, los problemas morales de conciencia y las heridas incurables del pasado.

Rodado en la selva peruana, la acción se enclava en un país innominado –aunque se deduce que es Argentina bajo la Dictadura militar–, y la voluntad de expresión de su autor posee cierto carácter universal (también se menciona a ETA). Dejemos, no obstante, que hable el propio realizador, también sobre la génesis del filme y su singular puesta en escena: “El origen es un documental que rodé mientras participaba en una excavación de la Guerra Civil española. Pero finalmente me pareció que la ficción era la forma más adecuada para la historia que quería explicar, que en el fondo es un relato moral. De todas maneras, también incorpora elementos documentales: la relación con los actores estaba muy abierta a improvisaciones, de la misma manera que el rodaje estaba condicionado a los cambios del clima. Quería hablar de temas universales. La elección de Latinoamérica vino porque el proyecto comenzó a tomar forma en Argentina y por intereses dramáticos. Pero temía que contextualizar la historia en un lugar concreto hiciera pensar a la gente que se trataba de una historia sobre aquel país, y yo no quería hablar de la memoria histórica sino de cómo el presente puede condicionar el futuro. La película comienza de forma más explícita y cada vez va mostrando más agujeros que ha de llenar el espectador. Quizás confío demasiado en un espectador activo y participativo”.

Ciertamente, el filme –premiado por la Crítica en el Festival de San Sebastián 2009– no acaba de funcionar entre el público (cuatro espectadores fuimos en una sesión de noche, en la sala donde se exhibe en Barcelona), acaso por su dosis de ambigüedad en el desenlace del relato y, si me apuran, por ese tono cinéfilo que tiene Los condenados, con claras influencias de Joseph Conrad (El corazón en la tinieblas) y al cine de Sam Peckinpah (Duelo en la Alta Sierra). De ahí que el híbrido de Isaki Lacuesta tenga asimismo el estilo de un western crepuscular y no tanto el aire del género político que el espectador pueda esperar.

Por otra parte, el paisaje es también coprotagonista del filme; pues, como dice el mismo director, “me gustaba mucho la idea de que los personajes fueran siendo devorados por el paisaje. También quería reflejar como, mientras tienen lugar las tragedias personales, la naturaleza sigue creciendo a su alrededor”. (Las reveladoras declaraciones de Isaki Lacuesta proceden de la entrevista realizada por Xavier Roca, en Avui, 20 de noviembre de 2009, p. 48).

Con planos-secuencia francamente logrados –de manera especial, la escena de siete minutos que, a modo de monólogo, interpreta Bárbara Lennie–, junto a otros más obtusos o frívolos –como la relación entre los jóvenes arqueólogos (aunque reproducen un ambiente bastante habitual en las excavaciones)–, Los condenados obliga a la reflexión del espectador intelectual. De ahí que el crítico del referido diario catalán, Carlos Losilla –asimismo profesor de la Universitat Pompeu Fabra, de cuyo Máster de Cine Documental ha salido este filme (como antaño En construcción, de José Luis Guerín, y el comentado El cielo gira, de Mercedes Álvarez)– fuera más allá de una primera lectura contextual: “La atmósfera claustrofóbica de unas excavaciones donde un grupo de antiguos guerrilleros y unos cuantos jóvenes intentan encontrar el cuerpo de un compañero asesinado hace años, sirve a Lacuesta para reflexionar sobre la lucha armada y llegar a conclusiones nada tranquilizadoras. Aun así, no obstante, el retrato de este mundo cerrado le permite hacerlo tornar en una forma de abstracción en el tiempo y en el espacio –sólo sabemos que estamos en algún lugar de Latinoamérica– que habla más de los mitos que de la realidad, de las fantasías del imaginario humano que de su comportamiento. De ahí la grandeza de Los condenados, retrato de una ausencia y un fantasma, pero también de la vida que continúa... “(Carlos Losilla, “La vida sempre mana”, en Avui, 20 de noviembre de 2009; la traducción del catalán es mía).

Obviamente, no todos harán esa segunda lectura de un filme que, con todo, posee fuerza dramática, con imágenes tan elegantes como en su mayoría sobrias, plenas de emoción y con miradas –también de la cámara– muy expresivas; y que pretende responder, según Isaki Lacuesta, a la cuestión de “cómo alguien se decide a matar a otra persona para defender sus ideales, y cómo las buenas intenciones y las mejores creencias casi siempre comportan dolor”. El discurso del personaje de Silvia es una clara muestra de ello.

Por último, Los condenados denota la categoría catalán de este joven cineasta gerundense, que forma parte de una nueva generación de realizadores de Girona (Edmon Roch -véase reseña de Garbo. El espía, más abajo, también nominada para el premio "Gaudí"-, Albert Serra, Pere Vilà), que dará qué hablar en el cine español de nuestros días.

PETIT INDI, de Marc Recha

Arnau es un adolescente, que deambula por el extrarradio de Barcelona. Su madre está en la célebre cárcel de mujeres de Vad-Ras, esperando un juicio. Mientras, él trabaja en una fábrica y vive con su hermana, dedicando el tiempo libre a adiestrar pájaros cantores: pinzones, verderones, pardillos... aunque con un jilguero gana concursos. Un día, cuando iba a pagar el alquiler pendiente de la humilde casa familiar, le roban el dinero en el canódromo, donde asiste a las carreras de galgos con su tío. Así se verá obligado a vender su jilguero cantor. Pero al encontrar destrozadas las jaulas en su chamizo de la vega del Besòs, continuará a la deriva.

Nuevo film-ensayo del vanguardista Marc Recha (L’Hospitalet de Llobregat, 1970). Este innovador cineasta catalán ha vuelto a sorprender con otra película minoritaria, con la cual indaga de nuevo sobre las relaciones entre el mundo urbano y el rural. Si ayer nos deparó obras análogas como El árbol de las cerezas (1998), Pau y su hermano (2001) o Las manos vacías (2003), ahora insiste en este tema con el tono austero y experimental que le caracteriza como autor.

Además, sitúa la acción en el hoy desaparecido barrio barcelonés de Vallbona, que estaba en plena transformación cuando comenzó a escribir el guión (2004). Cuatro años más tarde, el equipo inició el rodaje y ese espacio ya había cambiado por las obras del AVE, con la construcción de puentes y nuevos edificios, al tiempo que tampoco existían los característicos huertos de esa zona. Así, los realizadores se vieron obligados a adaptar el guión a la nueva realidad del paisaje. Un lugar que estaba condenado a desaparecer, un paraje lleno de lirismo y nostalgia, que evoca la fea expansión urbanística en detrimento del bello escenario natural. El mismo director se pronunciaría en estos términos: “No buscábamos el feísmo porque queríamos hacer una película luminosa y fresca, y, dado el tema del que hablamos, recrearse en el desorden habría dado una película muy gris, de esas que la gente sale pensando qué depresión”.

Por eso superó la tentación de inclinarse por la gravedad, e hizo “lo contrario de lo que la gente espera de mí”. El periodista Pedro Vallín interpretaría así su voluntad de expresión: “Como contrapeso a la melancolía por un mundo que desaparece, Petit indi se pertrecha en dos argumentos: lo que desaparece no es un espacio natural, ni siquiera rural, sino un híbrido extraño, creado por la inflación urbana, de huertos y cables de alta tensión, donde el cauce del río es tan artificial como los rascacielos, al fondo, de Diagonal Mar, o las torres de la central térmica de Sant Adrià de Besòs. Por otro lado, al tiempo que las grandes infraestructuras hacen desaparecer este pozo de paisaje degradado y olvidable –y por eso mismo extraño y magnético– también rueda Marc Recha la desaparición del canódromo –de hecho acababa de cerrar y “hubo que reabrirlo para la película”–, que no es un avance en la depredación, sino justo lo contrario, el triunfo del pensamiento misericordioso con el medio ambiente, y por ende, con los derechos de los animales”. (“Recha y los no lugares”, en La Vanguardia, 30 de octubre de 2009, p. 41).

Petit indi es, pues, una fábula sobre la pérdida de la inocencia, acerca de un paraíso perdido que nunca existió y la pretendida humanización de un territorio. A modo de cuento moral –aunque de difícil intelección para el público no iniciado en el cine de este autor– Marc Recha ha sabido crear espacios, físicos y humanos, para ofrecerlos poética y emocionalmente al acaso sorprendido espectador.

Por otro lado, ha logrado sacar partido a un reparto de excepción: desde la veterana Eulàlia Ramon a los galanes Sergi López y Eduardo Noriega –ambos se han prestado a colaborar con el realizador catalán–, que secundan la notable interpretación del debutante Marc Soto... todos encarnan sus personajes con gran naturalidad. Asimismo, la intensa banda sonora –llena de silencios y ruidos naturales– queda enriquecida por la música del hermano del director, Pau Recha; al igual que la cuidada planificación –con insertos de pies y calzados, grandes primeros planos, bellos o misérrimos encuadres–, que dan significación y entidad artística a esta obra.

Cineasta singular, Marc Recha es un autor contracorriente, que ha sido comparado por su austeridad estilística con el maestro Robert Bresson. Dejemos que sintetice su universo creador el crítico Jordi Batlle Caminal: “Ya hemos viajado al planeta Recha las veces suficientes para tener claro su ecosistema: un cine de gran rigor formal, sereno y poético, más atento al gesto que a la palabra, sin ataduras genéricas (él mismo es ya en sí un género) y sistemáticamente integrado, o diluido, en la naturaleza; como Godard o Portabella, Recha es de esa raza de cineastas que sabe filmar un árbol, algo que a primera vista parece fácil, pero no lo es”. (“Planeta Recha”, en La Vanguardia, 30 de octubre de 2009).Hace unos años me tocó presentarle en la Universidad, pues un grupo de alumnos de la UB le dedicó un ciclo especializado. A mi lado, por la valoración que hacía de su persona y obra (cfr. síntesis, en La Pantalla Popular. El cine español durante el Gobierno de la derecha. Madrid: Akal, 2005, pp. 183-184), me miraba sorprendido este joven cineasta barcelonés. Pero hoy ha sido reconocido por la Acadèmia del Cinema Català, que también le ha nominado por su osadía fílmica.