Dos singulares películas han abierto la nueva temporada cinematográfica, que vienen de la mano de sendos autores europeos de primera magnitud: el maestro galo Éric Rohmer y el vanguardista barcelonés José Luis Guerín.
Prácticamente ha coincidido en la cartelera española la última obra del octogenario “cerebro gris” de la Nouvelle Vague –así me lo definió en una entrevista el pionero François Truffaut–, El romance de Astrea y Celadón (2006), con el nuevo filme del innovador cineasta barcelonés, En la ciudad de Sylvia (2007). Dos títulos que presentan paralelismos artísticos y se exhibieron en la pasada Mostra de Venecia.
Les amours d’Astrée et de Céladon es la adaptación del capítulo central de una casi olvidada novela pastoril de Honoré d’Urfé (1568-1625), ambientada en la Francia de los druidas y las ninfas, la antigua Galia romana. Narra una historia de amour fou y barroco entre una pareja de pastores, atrapados por unos celos feroces y la obediencia ciega de él a su amada. La trama se construye alrededor de los conceptos de las falsas apariencias y la fidelidad, constantes que están presenten en la obra de Rohmer, sobre todo en sus “Seis cuentos morales” y en la serie “Comedias y proverbios”. Pero una fidelidad entendida según el autor del libro. El propio realizador lo comentaría así:
“Esta fidelidad no es nada puritana; permite libremente los atractivos de los placeres terrenales, siempre que la pareja sea indestructible: ´Que él nunca piense/que su amor ha de menguar’ está inscrito en la duodécima tabla de las Leyes del Amor (que da d’Urfé). L’Astrée es el legado más destacado que queda de la literatura francesa, y posiblemente europea, de la Contrarreforma. Fue un movimiento más conocido por su influencia en las Bellas Artes, como la pintura sensual de Rubens y Caravaggio y, sobre todo, el estilo de arquitectura llamado ‘jesuita’, un epíteto perfectamente adecuado para el mismo Honoré d’Urfé, que sirvió bajo el estandarte de la Liga Católica en la guerra contra los protestantes. Es también apropiado para sus personajes, a los que les gusta el argumento casuístico; eso queda latente en Astrea y Celadón pero es evidente en Lycidas, Sylvander y especialmente Adamas el druida, a quien vemos educando a Celadón con un discurso ampliamente ecuménico sobre las relaciones entre las religiones paganas y cristianas, con una argumentación muy cercana a la que Pascal criticó en Las Provinciales (1656)”.
Largo discurso que da luz sobre este minoritario filme de Éric Rohmer –uno de los pocos cineastas católicos (en su primera época de crítico en Cahiers de Cinéma se decía que “mojaba la pluma con agua bendita”)–, realizado en la línea de sus otras “películas de época”: las magistrales La marquesa de O (1976), Perceval le Gallois (1978) y La inglesa y el Duque (2001).
Es obvio que la estética de Rohmer es poética, muy explícita y enormemente sencilla, desnuda y rica en matices. La simplicidad de sus relatos descansa en una construcción rigurosa sobre cierta unidad de lugar. Aquí, con todo, además de resultar muy discursiva la narración –cosa ya habitual en su cine– se excede un tanto en las efusiones eróticas y en el exhibicionismo corporal, aunque sea en busca de la Belleza humana. E incluso se hace poco creíble la secuencia final, como reconoce el propio cineasta sobre ese original literario del siglo XVII.
Por su parte, José Luis Guerín también parece fascinado por la Belleza y la búsqueda del amor imposible en el asimismo minoritario En la ciudad de Sylvia. Al igual que su maestro galo, el cineasta barcelonés (46 años) capta los rostros y bustos femeninos con suma prodigalidad: la cámara sigue continuamente a una mujer de figura renacentista (la elegante Pilar López de Ayala) por la calles de Estrasburgo, a través de los ojos del joven protagonista (el francés Xavier Lafitte), que son los ojos del espectador. Se trata de la búsqueda imposible de la mujer soñada. El mismo Guerín lo comentaría al crítico Lluís Bonet Mojica:
“Eso se ha de ir descubriendo viendo la película... A los 40 minutos se revela ese dato. Hay un nombre, una palabra. El único nombre propio que se cita en el título, Sylvia, el de una presencia que nunca se ve. Para mí, el reto era cómo la gravitación de esa palabra, de ese sonido, de ese nombre que va a extenderse sobre una ciudad y sobre el rostro de todas las mujeres de esa ciudad”.
Pero al contrario del filme de Rohmer, aquí no hay diálogos –sólo uno, en el tranvía, entre los protagonistas cerca del desenlace–; sólo imágenes fascinantes, las cuales van poco más allá de la pura estética aunque captan la personalidad de la multirracial capital europea, gran coprotagonista de En la ciudad de Sylvia. Las fuentes cinematográficas, según Raffaele Pinto –profesor de Filología Italiana en la Universidad de Barcelona– son Alfred Hitchcock y Federico Fellini. Del mago del suspense ha tomado la progresión finalística del relato; del genio italiano, la potencia expresiva de las imágenes, pues “retoma la característica propensión a la ‘iluminación’ reveladora concentrada en un gesto o en una mirada”. Y establece una relación con las idealizadas mujeres del Cancionero de Petrarca y de la Vida Nueva de Dante.
Sí, la mirada estilística del autor de En construcción (2001) es una continuada búsqueda del específico fílmico –como ya escribí en otro lugar (cfr. Breve encuentro. Estudios sobre 20 directores de cine contemporáneo, Madrid, Dossat, 2004, pp. 237- 247)–. Sin embargo, en su nuevo filme no escatima cierto exhibicionismo físico, también en aras de la Belleza corporal, y una clara frustración sentimental.
De ahí que, poco antes del estreno, José Luis Guerín declarara en torno al protagonista y su busca denodada del amor: “Quiero creer que ese personaje no soy yo, pero me importa ese vaivén entre mirar con él y mirarle a él, entre la ensoñación y la vida de la ciudad”. Y concluyó: “Creo que ésta es mi película más sencilla, con un argumento muy sencillo y si eso se acepta, entonces es también mi película más abierta y abstracta y donde más función tiene la mirada del espectador”.
Estamos, por tanto, ante dos piezas artísticas de difícil digestión, de sendos estilistas que no trascienden el mero humanismo, pero evidencian con creces que el cine actual no sólo se nutre de efectos especiales.