El pasado 11 de enero falleció en París, cuando iba a cumplir 90 años, uno de los grandes maestros del cine europeo. He aquí mi breve semblanza crítica
Éric Rohmer fue un gran cineasta contracorriente. Estaba reconocido como uno de los autores más insólitos del cine contemporáneo. Nacido en Nancy (1920), fue el “ideólogo” de la Nouvelle Vague; como me comentó personalmente el pionero François Truffaut, el “cerebro gris” de la Nueva Ola gala. Doctor en Letras, se dio a conocer como crítico en La Revue du cinéma, Les Temps Modernes, Arts y fue redactor-jefe de la famosa Cahiers du Cinéma desde 1957 a 1963.
Discípulo de André Bazin y de formación católica como su maestro, sus artículos teóricos fueron muy celebrados y algunos de ellos ya figuran en la antología de la crítica especializada mundial. Entre los trabajos más recordados y polémicos, destaca su ensayo sobre Alfred Hitchcock escrito con Claude Chabrol (1957). Profesor universitario, publicó su tesis doctoral sobre L’Organisation de l’espace dans le “Faust” de F. W. Murnau (1977). Asimismo, ha sido director escénico, autor de la pieza teatral Trío en Mi Bemol (1991) y guionista de todas sus películas.
Rohmer era, ante todo, un escritor fílmico, de imágenes en movimiento: “Quería escribir y no encontré mi estilo. Por ello me he expresado con una cámara”, dijo. Tanto es así que en esos primeros años realiza numerosos cortos en 16 y 35 mm, algunos formando parte de series televisivas, y el largometraje comercial Le signe du lion, producido por su colega Chabrol, filmes que le destacarían como autor y preludian la Nueva Ola francesa.
Sin embargo, su verdadera fama internacional como creador cinematográfico llegaría con la realización de un singular proyecto: sus “seis cuentos morales”, original intento de recrear el espíritu de los moralistas galos del siglo XIX, pero con total libertad estético-expresiva. En todos estos contes moraux hay un mismo tipo de hombre, en la misma situación. Enamorado, prometido, casado, se deja seducir, pero, en el último momento, se niega. Así, los dos primeros –el corto Le boulangère de Monceau (1962) y el mediometraje La carrière de Suzanne– evidenciaron una compleja dialéctica y un estilo muy personal que, con todo, denotaba cierta influencia de Robert Bresson. Después realizaría la amoral La coleccionista (1966), donde sus personajes correspondían a seres reales, los cuales eran “seres cinematográficos” que, incluso, colaboraron en la redacción del guión. En el siguiente “cuento moral”, el célebre Ma nuit chez Maud (1969), consolidó su estilo, cuya escritura en imágenes provocaría una polémica teórica con Pier Paolo Pasolini acerca del lenguaje: cine-poesía contra cine-verdad.
La estética de Éric Rohmer es poética, muy explícita y enormemente sencilla, desnuda y rica en matices. La simplicidad de sus originales relatos descansan en una construcción rigurosa sobre cierta unidad de lugar, aunque sin salirse de la realidad para él cotidiana, como manifestaría: “Estoy muy apegado a la verdad del detalle, al realismo del comportamiento”. Preocupado, pues, por captar la vida corriente con espontaneidad pero sin demasiada improvisación, se servía de actores jóvenes (de teatro) desconocidos, para aportar mayor frescura. Con una postura muy intelectual, su obra se presenta casi sin concesiones, ausente de tópicos y efectismos y con unos diálogos austeros –desprovistos de fondo musical– que convienen en un singular ascetismo creador.
Defensor de la libertad interior de sus personajes, afirmaba que tales “no son puros seres estéticos; poseen una realidad moral que interesa tanto como la realidad física”. De ahí su empeño por ir más allá de las apariencias. “Me gusta –dijo también– que el hombre sea libre y responsable. En la mayoría de los filmes es prisionero de las circunstancias, de la sociedad. No se le ve en el ejercicio de su libertad”. Pero dentro de esta valiosa actitud, se echa de menos un hálito de espiritualidad: los “héroes” cotidianos de Rohmer apenas trascienden el nivel humano, luchan contra las modas reinantes, pero difícilmente aportan valores perennes. Por otra parte, las ideas y posturas íntimas de sus personajes quedan un tanto en tela de juicio: no son alabadas ni criticadas, sino meramente expuestas, como se aprecia en Le genou de Claire (1970) y L’amour l’après-midi (1972), los filmes que cerraron esa primera serie.
Sus famosos “cuentos morales” (1962-1972), tras un paréntesis en que realizó su magistrales La marquise d’O y Perceval le Gallois, fueron continuados con una nueva serie titulada “Comedias y proverbios” (1980-1987), centrada en la figura femenina joven de la Francia contemporánea. Está compuesta por otros seis títulos: La mujer del aviador, La buena boda, Pauline en la playa, Las noches de luna llena, El rayo verde y El amigo de mi amiga, donde depuraría su estilo, pero incurriendo en un exhibicionismo erótico y amoralidad mayores. Estos y aquellos serían narrados a modo de fábulas fílmico-literarias más adecuadas para iniciados. Pero mientras los six contes moraux resultaron un tanto ambiguos en su moraleja y estaban rodeados de un hálito de misterio que el realizador galo no quería desvelar, sus comédies et proverbes planteaban cuestiones sobre la sustitución de una moral por un sistema de normas sociales, y parecía aceptar la modernidad sin apenas referencias éticas y religiosas.
A finales del siglo XX, este gran cineasta con vocación de etnólogo iniciaría su última serie como autor: “Cuentos de las cuatro estaciones” (1989-1998): Cuento de primavera, Cuento de invierno, Cuento de verano y Cuento de otoño, donde vuelve a demostrar su maestría creadora y apunta cierta búsqueda religioso-espiritual (desde Platón a Pascal, otra vez). Obviamente, en todas sus películas se aprecia un agudo retrato de ciertas mentalidades pequeñoburguesas y de jóvenes intelectuales franceses contemporáneos. Cerró su carrera con tres películas minimalistas: La inglesa y el Duque (2001), visión revisionista de la Revolución Francesa, Triple agente (2004), ambientada en los años del Frente Popular, y El romance de Astrea y Celadón (2006), que comentamos más abajo con motivo del estreno en España.
Por eso su importante obra, como testimonio histórico que también es –se estuviera o no de acuerdo con su fondo–, despertaría no sólo admiración, sino casi tantos detractores como seguidores. Sin duda, entre estos últimos me encuentro. Porque Éric Rohmer, guste o no su cine, ha sido un maestro del Séptimo Arte.
Discípulo de André Bazin y de formación católica como su maestro, sus artículos teóricos fueron muy celebrados y algunos de ellos ya figuran en la antología de la crítica especializada mundial. Entre los trabajos más recordados y polémicos, destaca su ensayo sobre Alfred Hitchcock escrito con Claude Chabrol (1957). Profesor universitario, publicó su tesis doctoral sobre L’Organisation de l’espace dans le “Faust” de F. W. Murnau (1977). Asimismo, ha sido director escénico, autor de la pieza teatral Trío en Mi Bemol (1991) y guionista de todas sus películas.
Rohmer era, ante todo, un escritor fílmico, de imágenes en movimiento: “Quería escribir y no encontré mi estilo. Por ello me he expresado con una cámara”, dijo. Tanto es así que en esos primeros años realiza numerosos cortos en 16 y 35 mm, algunos formando parte de series televisivas, y el largometraje comercial Le signe du lion, producido por su colega Chabrol, filmes que le destacarían como autor y preludian la Nueva Ola francesa.
Sin embargo, su verdadera fama internacional como creador cinematográfico llegaría con la realización de un singular proyecto: sus “seis cuentos morales”, original intento de recrear el espíritu de los moralistas galos del siglo XIX, pero con total libertad estético-expresiva. En todos estos contes moraux hay un mismo tipo de hombre, en la misma situación. Enamorado, prometido, casado, se deja seducir, pero, en el último momento, se niega. Así, los dos primeros –el corto Le boulangère de Monceau (1962) y el mediometraje La carrière de Suzanne– evidenciaron una compleja dialéctica y un estilo muy personal que, con todo, denotaba cierta influencia de Robert Bresson. Después realizaría la amoral La coleccionista (1966), donde sus personajes correspondían a seres reales, los cuales eran “seres cinematográficos” que, incluso, colaboraron en la redacción del guión. En el siguiente “cuento moral”, el célebre Ma nuit chez Maud (1969), consolidó su estilo, cuya escritura en imágenes provocaría una polémica teórica con Pier Paolo Pasolini acerca del lenguaje: cine-poesía contra cine-verdad.
La estética de Éric Rohmer es poética, muy explícita y enormemente sencilla, desnuda y rica en matices. La simplicidad de sus originales relatos descansan en una construcción rigurosa sobre cierta unidad de lugar, aunque sin salirse de la realidad para él cotidiana, como manifestaría: “Estoy muy apegado a la verdad del detalle, al realismo del comportamiento”. Preocupado, pues, por captar la vida corriente con espontaneidad pero sin demasiada improvisación, se servía de actores jóvenes (de teatro) desconocidos, para aportar mayor frescura. Con una postura muy intelectual, su obra se presenta casi sin concesiones, ausente de tópicos y efectismos y con unos diálogos austeros –desprovistos de fondo musical– que convienen en un singular ascetismo creador.
Defensor de la libertad interior de sus personajes, afirmaba que tales “no son puros seres estéticos; poseen una realidad moral que interesa tanto como la realidad física”. De ahí su empeño por ir más allá de las apariencias. “Me gusta –dijo también– que el hombre sea libre y responsable. En la mayoría de los filmes es prisionero de las circunstancias, de la sociedad. No se le ve en el ejercicio de su libertad”. Pero dentro de esta valiosa actitud, se echa de menos un hálito de espiritualidad: los “héroes” cotidianos de Rohmer apenas trascienden el nivel humano, luchan contra las modas reinantes, pero difícilmente aportan valores perennes. Por otra parte, las ideas y posturas íntimas de sus personajes quedan un tanto en tela de juicio: no son alabadas ni criticadas, sino meramente expuestas, como se aprecia en Le genou de Claire (1970) y L’amour l’après-midi (1972), los filmes que cerraron esa primera serie.
Sus famosos “cuentos morales” (1962-1972), tras un paréntesis en que realizó su magistrales La marquise d’O y Perceval le Gallois, fueron continuados con una nueva serie titulada “Comedias y proverbios” (1980-1987), centrada en la figura femenina joven de la Francia contemporánea. Está compuesta por otros seis títulos: La mujer del aviador, La buena boda, Pauline en la playa, Las noches de luna llena, El rayo verde y El amigo de mi amiga, donde depuraría su estilo, pero incurriendo en un exhibicionismo erótico y amoralidad mayores. Estos y aquellos serían narrados a modo de fábulas fílmico-literarias más adecuadas para iniciados. Pero mientras los six contes moraux resultaron un tanto ambiguos en su moraleja y estaban rodeados de un hálito de misterio que el realizador galo no quería desvelar, sus comédies et proverbes planteaban cuestiones sobre la sustitución de una moral por un sistema de normas sociales, y parecía aceptar la modernidad sin apenas referencias éticas y religiosas.
A finales del siglo XX, este gran cineasta con vocación de etnólogo iniciaría su última serie como autor: “Cuentos de las cuatro estaciones” (1989-1998): Cuento de primavera, Cuento de invierno, Cuento de verano y Cuento de otoño, donde vuelve a demostrar su maestría creadora y apunta cierta búsqueda religioso-espiritual (desde Platón a Pascal, otra vez). Obviamente, en todas sus películas se aprecia un agudo retrato de ciertas mentalidades pequeñoburguesas y de jóvenes intelectuales franceses contemporáneos. Cerró su carrera con tres películas minimalistas: La inglesa y el Duque (2001), visión revisionista de la Revolución Francesa, Triple agente (2004), ambientada en los años del Frente Popular, y El romance de Astrea y Celadón (2006), que comentamos más abajo con motivo del estreno en España.
Por eso su importante obra, como testimonio histórico que también es –se estuviera o no de acuerdo con su fondo–, despertaría no sólo admiración, sino casi tantos detractores como seguidores. Sin duda, entre estos últimos me encuentro. Porque Éric Rohmer, guste o no su cine, ha sido un maestro del Séptimo Arte.