lunes, diciembre 07, 2009

CÓMO DAR CUENTA DEL MAL DESDE LA CRÍTICA


Durante los días 3 al 5 de diciembre de 2009 se celebró en la Facultad de Comunicación Social Institucional de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en Roma, un Seminario internacional sobre "Repensar la ficción. El mal moral en las pantallas".
Invitado por el Dr. Enrique Fuster, profesor de Teoria e Storia del Cinema, ésta fue mi ponencia especializada.


Comenzaré mi intervención respondiendo abiertamente a la cuestión que se nos plantea: el mal debe tratarse como lo que es: como mal y además ese mal debe tratarse bien.
Ciertamente, parece una tautología o un juego de palabras. Pero espero saber explicarme lo suficiente y evidenciar los matices de tal afirmación.
Sabemos todos, estoy seguro, que el mal absoluto, el mal en sí, no existe, que el mal no tiene entidad propia y que lo que llamamos mal, en realidad, es sólo la carencia de un bien debido (el agujero del queso, como diría Santo Tomás). Es más, lo que existen son cosas malas en mayor o menor grado, pero en cuanto son realidades, entes, se puede decir que son buenas.
Así pues, con este breve preámbulo, mi relación para la presente mesa redonda ya podría transformarse en algo más tratable, menos beligerante, algo así: cómo dar cuenta de la ausencia de bien en el cine actual. Esto hace que lo enfrentemos con serenidad y no desde la tensión de un maniqueísmo irreal.
Otra obviedad que cabe decir, antes de enfrentarnos al meollo de la cuestión, es que el denominado mal no se da en forma nítida y separada, sino que se manifiesta convenientemente mezclado con dosis de bien en los diferentes aspectos que componen la obra artística, fundamentalmente el noético, ético y estético.
A continuación, urge decir que no todos los errores tienen el mismo peso, un deficiente sonido, aunque molesto, no es comparable con un guión que justifique el aborto, por poner un ejemplo diáfano.
Además, muy frecuentemente, se alaba una película en atención a sus cualidades o valores fílmico-artísticos, pero nada más. Y esto es un juicio incompleto o, si prefieren, parcial. Una película inmoral, de una ideología errónea, puede con todo ser una destacada obra de arte. Pondré unos ejemplos extremos: El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935) es una obra maestra del cine de propaganda nazi que, como las filmaciones de la época de Goebbels, promulga y mitifica una ideología perversa, pero está reconocida como una pieza artística muy lograda. Hay otras películas estéticamente notables, como Kill Bill I y II (Quentin Tarantino, 2003-2004) o Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005), que buscan la violencia y el sexo en aras de la “ideología” comercial, además –en estos casos– de desmitificar a sus respectivos géneros (fantástico-terror y western).
Partir de una jerarquización de los valores es imprescindible para poder juzgar las complejas relaciones entre Arte y Moral. Ya lo manifestó en su día –aludiendo a razones políticas– el prestigioso catedrático de Estética de la Universidad de Barcelona, José María Valverde: Nulla aesthetica sine aethica. Pues, aunque el Arte es un ámbito autónomo de la moral –autónomo, pero no independiente; como afirma el especialista Sánchez de Alba, “tiene una realidad propia, autónoma, pero no puede independizarse de esa realidad espiritual que lo constituye.” (György Luckács: Estética. Madrid, 1975, p. 194)–, el ámbito de la Moral es superior; ya que las leyes morales rigen toda la actividad humana, incluida la artística. Además –como decía el filósofo Jacques Maritain (cfr. La poesía y el arte. Buenos Aires, 1955)– el artista no puede dejar de ser hombre o mujer para ser sólo artista. Estas son verdades lo suficientemente claras como para que no requieran demostración.
Aun así, cabe señalar que el espectador percibe la obra como un todo, sin pararse a diseccionar, como haría un experto en su análisis formal, los valores éticos de los meramente estéticos. Sin embargo, debo decir que lo malo o inmoral no deja de serlo por estar insertado en una obra de arte. Es más, su peligrosidad aumenta cuando el mal está bien hecho.
En este sentido, es preciso tener el criterio claro. Además, es bueno recordar el axioma de que el fin no justifica los medios.
Por tanto, si una película está perfectamente realizada seduce y, bajo el envoltorio de arte, puede presentarnos contenidos ideológicos rechazables o imágenes obscenas. De ahí el fraude, el engaño, que puede llevar en sí una obra artística, la cual –insisto– tendrá mayor repercusión o efectividad en la medida que tenga más calidad fílmica. Dos ejemplos recientes: Ágora, de Alejandro Amenábar, y Si la cosa funciona, de Woody Allen. El polémico film de Amenábar es un alegato irreligioso, que enfrenta Fe y Razón, Religión y Ciencia, al tiempo que posee notable calidad formal; mientras que la última comedia de Allen arremete, como hiciera el cómico norteamericano en sus primeros tiempos, contra lo divino y lo humano, con un tono intelectual muy próximo al cinismo, aunque con la genialidad artística que le caracteriza como autor (ver sendas reseñas más abajo). De ahí que, muchas veces seguramente, los aspectos que pueden parecer estéticos, reflejo de belleza, son sólo técnicos, hábil manipulación.
Entro ahora en la cuestión planteada en esta mesa redonda desde mi experiencia como veterano crítico e historiador del cine.
Dije al principio que al mal debe tratarse como lo que es, como un mal. Pero como un mal relativo, no absoluto; como una criatura imperfecta en alguno de los múltiples aspectos que la conforman.
El pensar que detrás de cada creación hay personas, ayuda sobremanera a acometer la crítica; porque teniendo en cuenta el principio de “combatir las ideas y no a las personas”, descartamos la tentación, tan frecuente, de las enmiendas a la totalidad, o de las descalificaciones personales que inducen, inevitablemente, a posiciones irreconciliables, que desencadenan enemistades o generan "enemigos" permanentes.
Debe tenerse muy en cuenta que, actualmente, un director de cine está sometido a infinidad de presiones y que su obra suele estar mediatizada por causas extrínsecas a su primigenia idea. Exceptuando a algunos creadores como el referido Woody Allen, que pueden hacer lo que quieran, la mayoría debe buscar financiación y ceder a los chantajes que imponen los productores (ideología de género, lobby gay, sexo explícito para que su película sea más comercial…), o de lo contrario no logrará realizar el film y en el supuesto que lo consiga dificultará su distribución. Hoy el cine se ha convertido, salvo excepciones, además de negocio, en herramienta para difundir los paradigmas de un determinado modelo de sociedad relativista, laicista y radicalmente individualista.
Pero me queda por enunciar otro elemento indispensable para acometer cualquier crítica: la verdad. La verdad inmuniza contra el sectarismo. Llamar a las cosas por su nombre significa alabar lo bueno y desenmascarar lo menos bueno, provenga de donde provenga.
Una verdad que necesariamente será subjetiva, no la verdad absoluta; pues nuestras opiniones ni son dogmas y menos aún están revestidas de infalibilidad. Así, el crítico tendrá que escribir siempre honestamente sin traicionar sus principios personales.
Extendiéndolo a la cultura en general, el antropólogo Ricardo Yepes afirmó: “Es importante notar que la cultura no es sólo expresión de una subjetividad, sino expresión de la verdad vista por una subjetividad”. (Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana. Pamplona, 1996, p. 331). Y lo mismo puede decirse de la crítica.
Lo contrario, situarse en el prejuicio, entraña numerosos riesgos para el crítico, o el historiador del cine, que nos dificultarán sobremanera para ejercer con justicia la crítica o la misma historia. Cuando todo lo que hacen “los míos” es bueno por definición, y malo lo que hacen “los otros”, se está al margen de la verdad y alejado de la razón. Buscar la verdad desde mis valores personales es hacer “mi crítica”, dejar la huella personal con toda su carga emocional, cultural, científica, filosófica, estética y ética que conlleva…, asumiendo con responsabilidad sus consecuencias.
Por tanto, evidenciar lo bueno, lo verdadero y lo bello que una película expresa debe ser primordial para ayudar al público a disfrutar más plenamente del Séptimo Arte y descubrir aquello que le enriquece, le eleva, le dignifica y lo unifica.
Y así hemos llegado a los trascendentales del ser: Bueno, Verdadero y Bello, que se identifican con lo Uno, dando esa inefable unidad a la obra de arte auténtica.
Evidentemente, el crítico deberá desenmascarar los vericuetos y rendijas por donde se filtra el mal. Es una obligación irrenunciable a la que no puede sustraerse, denunciando con claridad y caridad los errores percibidos, las manipulaciones, las demagogias, los fáciles chantajes afectivos y tantas medias verdades que, a modo de cóctel, configuran una película. Por eso –como comentó el Gran Canciller de esta Universidad– “si un crítico de cine dice de una película que presenta inconvenientes, que estéticamente está bien y nada más, hace mal. Hay que decir la verdad: si aquello es estéticamente correcto pero va contra la dignidad de la persona, hay que decirlo porque es algo indigno, que no va”. Y esto cabe extenderlo también al espectador corriente.
Como crítico, deberé enaltecer el bien y desenmascarar el mal. Y si me obligaran a elegir, optar por lo bueno en vez de lo malo. Urge que el bien, expresado en todas sus múltiples formas, en todos los soportes imaginables, recupere la dignidad perdida. Alabar el bien siempre es bueno, no ofende a nadie, y es difusivo por naturaleza. No en vano, "ahogar el mal en abundancia de bien" es un aforismo permanente.
Un arte, un cine, un film, que no sirva a la persona, a la sociedad, es por lo menos incompleto, y merecería alguna descalificación. Este arte, este cine, esta película, no cumple su función encaminada a perfeccionar al hombre y la mujer, para quienes, a fin de cuentas, se hizo. En definitiva, no es esencialmente humano, ni social: es imperfecto.
Como afirma Juan José Muñoz, profesor de Antropología del Cine y Ética de la Imagen, “la ética es un arte porque cada individuo debe crear las respuestas más valiosas para cada situación concreta. Pero hay conductas que, en lugar de ser creativas, son destructivas para la dignidad de la persona. Además, en el arte, como en la propia vida, siempre se debe buscar la belleza, y ésta siempre hace referencia a la verdad y al bien”. (Cfr. De “Casablanca” a “Solas”. La creatividad ética en cine y televisión. Madrid, 2005).
No quisiera concluir sin resaltar el encuentro que tuvo Benedicto XVI con 260 artistas en la Capilla Sixtina el pasado 21 de noviembre, donde, ante representantes del mundo del cine como Nanni Moretti y Ennio Morricone, manifestó: “Demasiado a menudo, la belleza que se nos presenta es ilusoria y falaz, superficial y deslumbrante hasta el aturdimiento, y, en vez de hacer salir a los hombres de sí mismos y abrirles a horizontes de verdadera libertad atrayéndoles a lo más alto, los aprisiona en sí mismos y los hace aún más esclavos, faltos de esperanza y de alegría”. Según el Papa, hay que estar alerta frente a una belleza que es “seductora pero hipócrita, que aviva el ansia, la voluntad de poder, de posesión, de abuso sobre el otro y que se transforma, en seguida, en su opuesto, asumiendo la expresión de la obscenidad, de la transgresión o de la provocación”. Abundó el Pontífice en que la belleza auténtica es aquella que abre los corazones al conocimiento y al amor al prójimo.
Y como comentaría el corresponsal de La Vanguardia en El Vaticano, Eusebio Val, Joseph Ratzinger instó a los artistas a estar agradecidos por sus talentos y ser conscientes de su gran responsabilidad de comunicar “con belleza y a través de la belleza”. Así actuarán como “testigos de la esperanza para la humanidad”. También les animó –concluye su crónica este periodista catalán– a no esconder su fe, porque no les roba genialidad sino, al contrario, “la exalta y la nutre”. (“El mundo del arte en la Capilla Sixtina”, en La Vanguardia, 22-XI-2009, Suplemento Vivir, pp. 10-11).
Urge, pues, que desde la escuela a la Universidad, el alumno –futuro espectador– aprenda a comprender el lenguaje fílmico, y adquiera el necesario sentido crítico para enfrentarse al constante bombardeo de imágenes al que diariamente se le somete.
Por último, la función del crítico de cine es muy relevante; pues, como decía Ortega y Gasset, "el crítico debe ser un puente entre la obra artística y el espectador": estar, coherentemente, al servicio del público. Es un reto, un desafío, que nos emplaza a todos. Y una muestra de tan imperiosa necesidad es este Seminario internacional sobre “Repensar la ficción”.
(Reproducido en www.cinemanet.info, el 15-XII-2009).

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