Tras el éxito que tuvo en la pasada
Fiesta del Cine, Ocho apellidos vascos
ya es la película española más vista de nuestra historia. La nueva comedia de
Emilio Martínez-Lázaro, antiguo realizador marginal, ha batido el récord del
cine autóctono. Pero, ante todo, se ha transformado en un fenómeno no sólo
comercial, sino sociopolítico. Me explicaré.
Con casi siete millones de
espectadores (6,9 a mediados de abril) y una cuota de rrecaudación del 27%, ya
ha superado en entradas vendidas a Los
Otros (2001), de Alejandro Amenábar, que tenía el récord en 6,4 millones,
seguida por la también taquillera Lo
imposible (2012), de Juan Antonio Bayona, con 6,1 millones de espectadores.
Las cifras de Ocho apellidos vascos
son 38,1 millones de euros, según los datos ofrecidos por el consultor Rentrak.
Sin embargo, el film del cineasta
madrileño no es una obra maestra; más bien un frivolidad divertida. De ahí que
el público español se haya lanzado a verla, por el boca-oreja, como
desengrasante de tanta problemática socioeconómica. Pienso que Ocho apellidos vascos, lanzada como la
historia del andaluz Rafa, un hombre que sólo vive para “el fino, la gomina y
las mujeres”, que se enamora perdidamente de una joven vasca, “liberada” e
independentista, no es más que una broma sobre las relaciones entre sendas
idiosincrasias y una sátira acerca de la España de las autonomías; una
deconstrucción en defensa de la unidad
nacional en estos tiempos de crisis. De ahí que los autores ya estén escribiendo
un guión sobre Cataluña y acaso Galicia.
Bien ambientada en Sevilla y en el
País Vasco, e interpretada por Clara Lago, Dani Rovira y los veteranos Karra
Elejalde y Carmen Machi, recuerda demasiado a las “españoladas” de otra época
-aunque llena de tacos e irreverencias- y puede acabar en una serie como
Torrente, es decir, en un mero fenómeno sociológico y lejos de una verdadera
obra artística.
(Publicado en DE PELÍCULA, http://www.diarioya.es, 28-IV-2014)